¡Qué bello es vivir!
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Cuando Frank Capra terminó el servicio militar, tras la Segunda Guerra Mundial, quiso rodar una película que homenajeara a todos esos ciudadanos corrientes que intentan siempre hacer lo correcto y ayudar al prójimo. El resultado fue un drama memorable que se mantiene tan vivo como reza su título, porque… ‘¡Qué bello es vivir!’.

«¡Hola, Bedford Falls! ¡Feliz Navidad!»

Crítica de ¡Qué bello es vivir!

Frank Capra era un director con un estilo excepcional a la hora de realizar comedias dramáticas. Antes de alistarse en el ejército, para ejercer labores de documentalista y cinematógrafo, ya había retratado al ciudadano común en películas tan notables como ‘Sucedió una noche’ (1934) o ‘El secreto de vivir’ (1936). Pero la experiencia que supuso la guerra le dejó un poso de responsabilidad. Capra quería rendir homenaje a todos aquellos norteamericanos que lo habían dejado todo para servir a su país y ayudar a personas de otro continente a las que ni siquiera conocían. De repente se encontró con un relato corto de Philip Van Doren titulado ‘El regalo más grande’. Hablamos de un “cuento” que ya había interesado al mismísimo Cary Grant y cuyos derechos poseía Liberty Films, la productora de Capra.

El relato original nos presenta a un hombre desgraciado que decide suicidarse. Sin embargo, y antes de acabar con su vida, es sorprendido por un individuo que entabla conversación con él. Finalmente el hombre confiesa que desearía no haber nacido. Es la obtención de ese deseo, y sus nefastas consecuencias, las que llevan al hombre a arrepentirse y darse cuenta de todo lo bueno que tenía en vida. En esencia es exactamente lo mismo que nos ofrece ‘¡Qué bello es vivir!’. Aunque aquí el protagonista es George Bailey, un padre de familia honrado y respetado por sus vecinos que decide terminar con su vida. Y todo para poder librar a su mujer e hijos de la ruina.

El idealismo que transmite la película está tratado de un modo tan inocente que cuando lo vemos nos parece verosímil por lo tremendamente sencillo que resulta. Pero lo cierto es que un banquero como Bailey sólo lo encontraremos en las películas. De todos modos, esto es lo de menos. La grandeza de esta película es el mensaje que pretende transmitir. Por delante de nuestros ojos vemos pasar la existencia de George y cómo ha enriquecido las vidas de quienes le han rodeado, sus errores y aciertos, sus momentos tristes pero también los felices. Y es ver lo que ha causado su ausencia lo que le hace comprender que la vida es un regalo que no podemos tirar a la basura.

Para dar vida al citado personaje, Capra decidió contar con James Stewart, con quien ya había trabajado en ‘Caballero sin espada’ (1939), otra comedia ligera centrada en las idas y venidas de un tipo corriente. Stewart era un actor de gran ductilidad y con una tremenda presencia. No en vano trabajó con grandes directores como Mann, Hitchcock o Ford. Pero, por encima de todo, James Stewart representaba al americano ideal… y eso es algo que en esta película aporta un plus importante.

La mujer de George Bailey, Mary, está interpretada por Donna Reed. Hablamos de su primer papel destacado tras una serie de películas donde se había codeado con actores de la talla de John Wayne o George Sanders. No es Mary un personaje que aporte demasiado porque la historia está centrada en George. Además, y en aquellos años, el papel de las actrices consistía, en no pocas ocasiones, en «amueblar» escenas. Aun así, Donna está muy correcta. Aunque el futuro le depararía sabores agridulces, merece ser recordado su papel de prostituta en ‘De aquí a la eternidad’ (Fred Zinnemann, 1953).

Otro personaje vital es el de Clarence, el entrañable ángel enviado para salvar el alma y la vida de Goerge Bailey. Un septuagenario Henry Travers fue el encargado de representarlo. El papel de este personaje nos recuerda mucho al de los tres fantasmas que visitan a Scrooge en ‘Cuento de Navidad’ de Charles Dickes. Clarence es el guía que necesita George en su viaje de redención y autodescubrimiento. Y como contrapunto a la generosidad de Bailey, tenemos la codicia del despiadado señor Potter, un banquero local que anhela destruir a su competidor y ahogar toda la bondad que representa. Para conseguirlo no duda en aprovecharse de un terrible error del tío de George. Le da vida Lionel Barrymore, otro actor curtido en Broadway. Recordemos que Barrymore había ganado un Oscar por su excelente papel de abogado alcohólico en ‘Alma libre’ (Clarence Brown, 1931).

El resto de actores están correctos en sus papeles, pero no nos extenderemos con ellos a la hora de valorar esta película porque son meros espectadores. Aquí lo más interesante es la lucha de valores que se establece. Una lucha que en los años cuarenta desprendía tintes claramente religiosos. Y no sólo por el hecho de que haya un ángel, sino por cómo se idealizan la generosidad y el amor al prójimo que caracterizan a Bailey. Se contraponen así a la codicia y el egoísmo de Potter. Incluso se nos muestra lo mezquino que puede ser el individuo cuando pierde la esperanza y la fe.

Conclusión.
Termino esta crítica de ¡Qué bello es vivir! hay películas que con el paso de los años pierden su chispa o que directamente envejecen muy mal. Por otro lado hay otras que no sólo se conservan bien, sino que podemos disfrutarlas muchas veces y la sensación de felicidad y de reposo espiritual que nos dejan al verlas se mantiene intacto. Esta es una de esas películas. Una maravilla del celuloide, así de claro. Además, y aunque haya sido fagocitada por la Navidad sin que jamás fuera ese su propósito, es una lección de vida que en los tiempos que corren bien merece la pena tener en cuenta durante el resto del año.

Tráiler de ¡Qué bello es vivir!

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