Con la muerte en los talones
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Alfred Hitchcock comentó una vez al guionista Ernest Lehman que siempre había querido dirigir una película que terminara en una persecución por el monte Rushmore. Y así es como un día de 1959 se estrenó esta cinta que finalmente acabaría siendo una de sus obras maestras. Un trepidante thriller que nos lleva, tal como sugiere el título original, de Nueva York al famoso monumento. Os lo cuento a continuación en esta crítica de Con la muerte en los talones.

«La guerra es el infierno, señor Thornhill, incluso cuando es fría».

Con la muerte en los talones

Crítica de Con la muerte en los talones

Durante la década de los cincuenta Alfred Hitchcock nos regaló tres auténticas e indiscutibles obras maestras.La ventana indiscreta(1954), ‘Vértigo’ (1958) y la que nos ocupa en este momento. La crítica y los fans siempre se han sentido divididos a la hora de decidir cuál de las tres es la mejor, ya que cada una de ellas goza de méritos sobrados para llevarse el título. Pero yo, aunque me declaro un devoto apasionado de «Jeff» Jefferies, preferiría dejar en tablas el asunto. De todas formas sí podemos conceder que desde un punto de vista puramente argumental estamos ante la película más trabajada de Hitchcock. El propio título original de la película, alejado de las traducciones a las que este país tan nuestro nos tiene acostumbrados, ya juega al equívoco con un sugerente juego de palabras que nos indica por donde irán los tiros.

El guión, escrito por Ernest Lehman, mantiene constantemente la duda en la mente del espectador pero mostrando información suficiente para alentar las conjeturas más diversas. Porque en las películas de Hitchcock siempre se repite este doble patrón que obliga a la participación intelectual del público. Por un lado nos concede el poder de deducir los diferentes misterios que componen la trama gracias a meticulosas pistas que se nos van ofreciendo. Y por el otro nos convertimos en protagonistas absolutos de la historia, algo que ya se podía ver por ejemplo en ‘La ventana indiscreta’. También es importante comentar que, como suele ser habitual en sus películas, el único que conoce todos los detalles de la trama es el propio protagonista principal. Y al igual que le ocurría a «Jeff» Jefferies, nadie cree lo que el pobre Thornhill afirma, llegando a tomarle por un loco o cuanto menos por un paranoico de prodigiosa imaginación.

Cary Grant

Aunque iniciamente Hitchcock había pensado en James Stewart para el papel de Thornhill, finalmente corrió a cargo de un veterano Cary Grant. Un actor por el que siento especial debilidad y que como no podía ser de otra forma dota a su personaje de la sonrisa y el encanto endiablado del eterno galán. Probablemente no sea el mejor papel de su carrera, pero en esta película está como pez en el agua, manejando con gran habilidad su amplia gama de registros. Todo esto nos lleva irremediablemente a simpatizar con el personaje y con su causa. Y claro, nuevamente topamos con otro recurso habitual en las películas de Hitchcock, que consiste en otorgar el papel de investigador al personaje, lo cual permite introducirnos en un trepidante viaje en busca de respuestas.

Un viaje hilvanado con apariencias que no tienen otra misión que mantenernos en un sueño, ajenos a lo real. Una muestra de esto la observamos en el personaje de Eve Kendall, interpretado por Eva Marie Saint, ya que parece conocer las circunstancias que rodean a Thornhill o cuanto menos es la única que le cree, pero nada será lo que parece. Una actriz, por cierto, que contrasta fuertemente con otras musas de Hitchcock como Grace Kelly o Kim Novak. Y el problema, si se puede llamar así, no es su belleza sino la excesiva frialdad con la que dibuja su personaje. No obstante, sigue poseyendo el glamour y el encanto esperado, alzándose como una heroína seductora cuando la situación lo requiere.

Y quizás si hablamos de mujeres sea interesante destacar el pequeño papel de Jessie Royce Landis como la madre de Thornhill, pese a que la actriz era un año más joven que Cary Grant. Un personaje que básicamente sirve de elemento distensor mediante diálogos cómicos pero absurdos como «¿Caballeros, no estarán realmente tratando de matar a mi hijo, verdad?». El absurdo, un concepto que Hitchcock siempre trataba de incorporar en sus películas y del que se declaraba apasionado seguidor. Para constatarlo basta con analizar la secuencia que da inicio a la película, cuando Thornhill es confundido con Kaplan simplemente por una absurda coincidencia.

El villano de esta historia no es otro que James Mason, encarnando al siniestro líder de la organización que persigue a Thornhill. Un consumado actor que no necesita presentación y que retrata al misterioso Phillip Vandamm como un tipo culto y calmado pero que esconde una sutil pose de amenaza. Y como ayudante tiene a su servicio al sicario Leonard, interpretado por un sobrio Martin Landau. Finalmente, Hitchcock confió en un secundario de lujo, Leo G. Carroll, para encarnar al Profesor, que nos desvela a nosotros y a Thornhill la clave de todo el asunto. Obviamente el escenario aparentemente serio que conforman estos personajes queda desdibujado hábilmente mediante la inclusión de refrescantes y divertidas escenas. Por ejemplo, el hilarante comportamiento de un Thornhill totalmente ebrio cuando es detenido por la policía o las situaciones que acompañan su romance con la señorita Kendall.

Hitchcock siempre fue un director que prefirió los sets de rodaje a los exteriores. Y hay que reconocer que el equipo de producción y los diseñadores de decorados estuvieron muy inspirados en esta película. Tanto las oficinas de las Naciones Unidas como la réplica del Monte Rushmore son una muestra del exquisito nivel alcanzado. El único momento donde se pierde la verosimilitud es en la alocada secuencia donde Thornhill es emborrachado y subido a un automóvil para simular un accidente. Pero como digo los exteriores apenas se emplearon, quedando relegados a la famosa escena del campo de maíz, ya que era imposible rodarla en un interior.

Y si hay algo igual de inconfundible de la secuencia anteriormente comentada es el tema principal compuesto por Bernard Herrmann. Un autor magistral que se había dado a conocer por componer la banda sonora de ‘Ciudadano Kane’ (Orson Welles, 1941) y que trabajaría habitualmente con Hitchcock en futuras películas, siendo Psicosis (1960) una de las más representativas. En ‘Con la muerte en los talones’ consigue crear una sinfonía vigorosa y trepidante que se acopla a la perfección especialmente cuando de persecuciones se trata.

Con la muerte en los talones

Conclusión.
Se me hace francamente difícil encontrar alguna pega a esta película en esta crítica de Con la muerte en los talones. Hitchcock siempre fue un experto tejedor de sueños, y lo que tenemos delante no es otra cosa que una hermosa apariencia tejida a partir de retazos de realidad. Una trepidante historia cuya grandeza reside más en situaciones que ya forman parte del imaginario colectivo que en los personajes y su psicología. Pero esa grandeza constituye al mismo tiempo su único punto débil porque el personaje de Thornhill, tan autosuficiente y encantador a nuestros ojos, anula cualquier sensación de peligro real que podamos llegar a intuir. Nunca somos capaces de dudar que Thornhill, el gran Cary Grant, va a salirse de cualquier situación por peliaguda que sea. Porque Cary Grant, y ya me pueden perdonar los Clooneys y Pitts del montón, sólo hay uno. Dicho esto no hemos de olvidar que con esta película Hitchcock nos propone un viaje, y al final lo que acaba cautivándonos no es el destino final sino el trayecto recorrido. Es con obras maestras como esta cuando uno toma conciencia de la evolución que ha sufrido el cine. Porque Hitchcock no sólo prescinde de los artificios que el cine actual, sino que implica activamente al espectador y le sumerge en la trama. Al final sólo nos queda asumir con pesar que ya no se hace cine como este.

Trailer de Con la muerte en los talones

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