otra impresionante crítica positiva de JCVD.
A nadie le ha gustado siempre tanto Jean-Claude Van Damme como a sí mismo. En sus buenos (y malos) tiempos aprovechó la más mínima ocasión para desdoblarse, llenando así pantalla por partida doble, siendo protagonista y co-protagonista, como en Doble impacto (Double Impact, 1991), o protagonista y villano, como en Al límite del riesgo (Maximun Risk, 1996) o Replicant (2001), monopolizando todo el espectáculo, e incluso dando vida a héroes distintos en distintas épocas, como en La orden (2001). Pero ahora ha rizado el rizo, llegando hasta donde nunca antes una estrella del cine de acción había llegado: interpretarse a sí mismo. No en un documental ni en un biopic, no, sino en algo mucho más elaborado y postmoderno. Un delicioso juguete meta-cinematográfico en el que Van Damme es y no es Van Damme, desdoblado entre la realidad y la ficción, entre su personalidad auténtica... y una versión ficcionalizada de la misma, convenientemente revisada para la ocasión. Eso es lo que hace de JCVD un perfecto tour de force cinéfago, fascinante tanto para los viejos seguidores de la estrella como para quienes no tienen especial interés en ella, ya que el brillante filme de Mabrouk El Mechri, joven talento salvaje belga, es capaz de aglutinar en su estilizado discurso elementos de drama crepuscular, comedia auto-referencial y thriller, sin renunciar en ningún momento a su vocación tanto popular como sofisticadamente autoral.
Hay que quitarse el sombrero también, desde luego, ante el propio Jean-Claude Van Damme, quien siempre ha demostrado un cierto savoir faire y sentido del humor cómplice, superior al de la mayoría de sus colegas de mamporros y explosiones. No sólo se ha prestado a este ejercicio nada autocomplaciente —o, por el contrario, inteligentemente autocomplaciente— sin reservas, exponiendo al aire buena parte de sus trapos sucios (de sobra conocidos por las cinéfilas más cotillas), sino que disfruta dejándose llevar por las posibilidades que este nuevo personaje, inédito para él, le permiten en pantalla: ser Jean-Claude Van Damme. Así, la estrella decadente se venga de sus fans y del acoso popular, de la imagen que sus héroes ofrecen, de la ingenuidad de su público, que tantas veces deviene perversa, al exigir al hombre ser no sólo el actor, sino también sus personajes. Pero todo ello siempre, de ahí buena parte del éxito del filme, desde el mayor y más astuto de los respetos a los propios fans, al género de acción y a Van Damme mismo.
Mabrouk El Mechri se muestra brillante en su manipulador manejo de la historia —llena de flashbacks con aire tarantiniano—, tanto como en el manejo de los espectadores, a los que lleva por donde quiere, engañándoles en un juego de espejos que se resquebrajan, y donde lo que se nos dice que es "la verdad" no es sino un reflejo engañoso de la misma: genial momento aquél en el que —spoiler— Van Damme sale de la diégesis del filme para explicarnos, en un sentido monólogo de dolida sinceridad, merecedor de un Oscar, que lo que vemos ahora es "la realidad" y no al Van Damme de las películas... cuando detrás de él se ven perfectamente los focos del plató.
Ingenioso aggiornamiento de las estrategias deconstructivas y los juegos de mise en abîme de un Robbe-Grillet, pasadas por la cinefagia de Tarantino, con aires de historia crepuscular de los 70 y humor auto-referencial de los 80, JCVD se nos descubre como una auténtica joya del nuevo cine europeo —si tal cosa existe—, capaz de aportar un aroma neta y cerebralmente euro a un juego manipulador de las emociones, digno del mejor Hollywood. Y por mucho que uno puedo divertirse con el último Rambo de Stallone, hay que reconocer que el señor Jean-Claude y Mr. Van Damme han sido mucho, pero que mucho más listos.